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Seguimos sin asumir el problema

Los filósofos llevan debatiendo durante mucho tiempo sobre si lo que percibimos se corresponde a una realidad objetiva o no. Recientemente se ha tomado un enfoque más científico sobre el asunto y académicos como Donald Hoffman proponen que la realidad percibida está condicionada por nuestra necesidad biológica de sobrevivir y reproducirnos, no por la objetividad de nuestra percepción de la misma. Pone como ejemplo el caso de un escarabajo australiano que, evolucionado para buscar hembras de un determinado color y textura, se empeña en aparearse hasta la muerte con las botellas de cerveza que algún humano poco cuidadoso ha abandonado en el campo.

Quizás sea este condicionamiento cortoplacista a tener descendencia y conseguir alimentos de forma inmediata lo que esté por encima de cualquier otra consideración, como la de sobrevivir como especie o la de respetar al resto de las especies con las que compartimos el planeta y de las que dependemos.

La parte, también humana, de cooperar entre nosotros parece secundaria al ser más reciente en el tiempo. Surgió cuando era más fácil y seguro cazar en grupo que en solitario. Este rasgo se seleccionó cuando los que cooperaban podían tener más descendencia que los que no lo hacían.

Sin embargo, la visión distorsionada de la realidad del egoísmo cortoplacista parece que ha ganado la guerra a la cooperación en el asunto del cambio climático y conservación del medio. Es la única manera de entender lo que está pasando ahora en el mundo, de explicar la negación colectiva a toda evidencia científica.

Hay sólo dos posibilidades que explicarían este hecho: o bien no vemos la realidad o bien no la queremos ver y actuamos de todos modos como si el planeta fuera infinito en recursos aunque sepamos que no es así.

Si nos circunscribimos a la primera posibilidad da la impresión de que la población se ha vuelto idiota. Es como si la gente no viera que existe algo llamado gravedad y se dejara caer de puentes y edificios por diversión sin reparar en la muerte segura que les espera al llegar al suelo.

No vemos que el planeta está enfermo, que hemos destruido ya la mitad de los bosques y la mitad de corales, que hemos ya cambiado el clima, erosionado gran parte de la tierra de cultivo, contaminado y sobrepescado los mares, eliminado especies a ritmo de extinción masiva y convertido nuestras ciudades en gigantescas cámaras de gas. Y encima seguimos reproduciéndonos como conejos. Sólo por egoísmo a largo plazo deberíamos cambiar nuestras acciones, pero no lo hacemos. Incluso a corto plazo sería mejor que hiciéramos algo. ¿En qué diablos está pensando un individuo que tala un árbol de 500 años de edad?

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A la gente corriente todo esto le da igual y sigue comportándose de la misma manera. Presume de coche de alta cilindrada y sigue comprando productos con aceite de palma. ¿Es por ignorancia, falta de concienciación o por puro egoísmo?

Este último caso del aceite de palma es paradigmático. Efectivamente, nos engañaron durante todo este tiempo y el ingrediente que antes denominaban “aceites y grasas vegetales” era en realidad el barato aceite de palma, uno de los mayores responsables de la destrucción de la selva. Ahora lo sabemos porque la legislación de la UE obliga a especificarlo (no se les ocurrió impedir su importación). Pero tranquilos que no pasa nada, pues la gente lo sigue consumiendo sin problemas.

Se dijo que tenemos más poder como consumidores que como votantes, pero, a la vista de los hechos, no es así. Nos importa un bledo el medio ambiente. Sólo nos importa nuestra comodidad personal: tener la calefacción a alta temperatura, poseer un automóvil de alta gama que consuma mucho, comer uvas fuera de temporada traídas del otro hemisferio (los 15 buques mercantes más grandes contaminan como 760 millones de coches), tirar la ropa pasada de moda y comprar nueva, cambiar de smartphone cada año, etc.

No pagamos con dinero, pagamos con vida, la de otros seres y la nuestra. Trabajamos cada vez más para conseguir un dinero que usamos para cosas que realmente ni necesitamos ni nos hacen felices. Presumimos de estatus, de riqueza, con esos objetos, pero no vivimos experiencias enriquecedoras. Tenemos, pero no somos. Pero cuando pagamos con dinero en realidad estamos pagando con tiempo de nuestra vida. Sí, esa vida limitada que se nos ha otorgado. Vivir, realmente vivir, lo dejamos para el futuro. Pero en el futuro sólo nos espera la muerte y la sensación de haber malgastado la vida. Moriremos quizás ricos y con 500 “amigos” en el Facebook con los que nunca habremos pasado una tarde frente a un café.

Quizás la sociedad de consumo y la publicidad se basan en esa necesidad nuestra de ver la realidad a corto plazo, en el deseo material y sexual. Y la verdad es que se liga más con un coche caro o presumiendo de riquezas materiales que siendo inteligente o teniendo conocimiento, experiencia y convicciones. La riqueza aumenta nuestras posibilidades de éxito reproductivo e incluso opera más allá de la edad en la que ya no nos podemos reproducir. Posiblemente Hoffman tenga razón.

O quizás simplemente no vemos la realidad de que estamos matando nuestro único posible hogar en el Cosmos porque nos negamos a ver esa realidad. Miramos, pero no vemos, porque si viéramos de verdad entonces no tendríamos más remedio que hacer algo y eso significaría tener que hacer sacrificios, algo que no deseamos ni queremos.

La segunda posibilidad es que realmente sí vemos la realidad. Posiblemente los gobiernos sí ven esta realidad, pues lo forman gente asesorada, pero no informan honestamente de la situación a sus poblaciones. En el colmo del cinismo han decidido luchar por los recursos que todavía hay y que los perdedores se queden sin nada o con bastante menos de lo que tienen ahora. A los perdedores se les eliminará físicamente directa o indirectamente y ya está. Si se atreven a venir levantaremos vallas aún más altas.

A finales de los años setenta y principio de los setenta se alcanzó la cumbre de la civilización occidental. Fuimos a la Luna y empezaron a volar aviones de pasajeros supersónicos. Pero, a la vez, se empezaron a consumir más recursos que los que el planeta podía producir.

El Club de Roma ya elaboró un estudio en esa época sobre los límites del crecimiento en el que se advertía de que no se podía crecer al mismo ritmo eternamente. Desde entonces nos hemos empeñado en seguir creciendo de forma exponencial sobre recursos finitos sin querer ver que es matemáticamente imposible. En sólo cuarenta años casi hemos destruido todos los ecosistemas del planeta.

Los economistas parece que nunca aceptaron estos límites, pero no es cierto. En realidad ya vieron entonces lo que se avecinaba e inventaron el neoliberalismo. La escuela de Chicago, avalada políticamente por Reagan y Thatcher, consiguió imponer sus políticas sobre, incluso, la democracia. Es un claro ejemplo de engaño a gran escala en el que te dicen que el sistema que enriquece a unos pocos también te permitirá enriquecerte a ti, pero no es cierto.

La realidad, constatable empíricamente, es que la desigualdad ha crecido (y mucho) en los países avanzados desde entonces (por no mencionar a los que están en vías de desarrollo). La gente de la escuela de Chicago lo vio claro: si va a haber menos recursos entonces inventemos un sistema que permita enriquecerse a unos pocos (a nosotros y nuestros amigos) a costa de la mayoría y contemos el cuento a la población de que indirectamente ellos se van a beneficiar. Si no lo hacen les diremos que son tontos o vagos y que se merecen su pobreza. Por primera vez en la historia del Occidente moderno dejamos de lado la economía del bien común para avalar la codicia de unos cuantos.

Este egoísmo se ha llevado más allá de nuestras fronteras. Los conflictos bélicos y terroristas que ahora sufrimos no son más que una consecuencia de esta política de lucha por los recursos: por el petróleo, por los minerales, por el uranio, por la tierra cultivable, por las millas jurisdiccionales, etc. Los gobiernos ya ven que en la corteza terrestre hay cantidades limitadas de ciertas materias primas, así que organizan guerras para quedarse con esos recursos.

Ni siquiera la globalización ha sido beneficiosa para el medio ambiente. Pues si una empresa no podía cumplir con la normativa medioambiental en Occidente, entonces simplemente se deslocalizaba a China o a otro país con leyes más laxas al respecto.

Este año posiblemente ya hemos alcanzado el pico de producción del petróleo crudo. Nuestro modo de vida, que está basado en una energía fósil gratuita, toca a su fin y nos negamos a hacer sacrificios.

Hace falta dar una bofetada a la población y hablar claramente. El modo de vida que teníamos no se puede mantener. Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Quizás lo puedas mantener durante un tiempo si eres un privilegiado y vives una vida bunquerizada en la que tienes miedo a los demás, a un atentado, a un robo, a un asalto a punta de pistola, a volar en avión, a asistir a un concierto o a un partido de fútbol y te rodeas con vallas coronadas con alambres de espinos (ahora las llaman “concertinas”) y te envuelves en guardaespaldas o soldados con fusiles de asalto.

La vida e ideales que teníamos desaparecen a pasos agigantados a cambio de una falsa seguridad. Nos pastorean, nos ordeñan y encima pedimos que nos espíen, que controlen nuestras comunicaciones por si hay algún terrorista, antisistema o criminal mental entre nosotros. Al que sea distinto mejor arrinconarlo, aislarlo, eliminarlo. Todos son sospechosos. Vivimos ya en una pesadilla orwelliana.

La realidad es que no habrá fusión nuclear comercial en menos de 100 años y nuestra infraestructura es muy dependiente del petróleo. En Europa ya se consume menos energía, lo que es señal inequívoca de un decrecimiento económico de facto.

Pero las energías alternativas tampoco son la panacea y menos en países en donde se pone un impuesto al sol (también lo kafkiano se ha materializado en algunos sitios). No hay manera de hacer volar un avión cargado con 500 pasajeros con electricidad, ni baterías que aguanten el trabajo que tiene que realizar un tractor para arar los campos en los que crecen nuestros vegetales, ni el camión que saca la calcopirita de una mina a cielo abierto.

Los informes optimistas que hablan de que 139 países podrían ser 100% renovables en 2050 son increíblemente ingenuos. Hay que ir en esa dirección, sí, es verdad, pero no es nada fácil y, en algunos casos, imposible.

Tampoco tenemos minerales para siempre. Así por ejemplo, el pico de producción del uranio se estima para 2035, pero también para otros minerales y metales como el cobre se espera su agotamiento en 26-40 años. Quizás sólo de hierro tengamos reservas realmente grandes, pero el resto de metales son muy escasos, incluidos los que se emplean para construir baterías eléctricas.

No hay tecnología futurista que nos solucione todos estos problemas y nos permita seguir creciendo exponencialmente, o simplemente creciendo, a largo plazo. La razón es que esas tecnologías tendrían que violar las leyes de la Física, de la Termodinámica, de la Geología y de las Matemáticas, algo que no puede ser por definición de “tecnología” como fruto de la ciencia.

Seguimos como la orquesta de Titanic, tocando mientras el barco se hunde. En este año que ya ha terminado se celebró una cumbre para el clima cuyo resultado hubiera sido muy bueno en los años noventa y que ahora no sirve para absolutamente nada.

La selva sigue quemándose y no pasa nada. El mar sigue acidificándose y el coral muriendo y no pasa nada. Llenamos todo de desperdicios y no pasa nada. En este año han seguido derritiéndose los glaciares y no pasa nada. No se ha visto ninguna señal de retroceso en todas estas terribles tendencias. Pero sí que pasa y lo que pasa es grave, pues pone en compromiso la supervivencia de todos los seres vivos de la Tierra y de nosotros los humanos.

Vemos cómo el clima está cambiando, ya a una escala temporal humana, y la gente y los políticos siguen sin querer admitirlo. Este negacionismo es equivalente a negar la evolución o la propia gravedad. Ya no se trata de modelos de predicción, sino de lo que está ocurriendo ahora a un ritmo muy superior al natural.

Los bosquimanos, aborígenes australianos o los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea pudieron mantener sus estilos de vida sin ningún problema durante decenas de miles de años (básicamente hasta que llegaron los europeos a sus tierras y se las quitamos) porque supieron coexistir con el entorno y el ecosistema. Otras civilizaciones desaparecieron por no saber o querer hacerlo. Si seguimos por este camino, la época industrial no va a llegar ni a 300 años antes de que todo colapse irremediablemente. Y ese colapso llevará seguro a guerras y destrucción.

Todos somos culpables de la situación actual por acción u omisión. Decía Gandi que para que los malos ganen los buenos sólo tienen que no hacer nada. No existe la ética de la inacción y menos en este asunto. Si sabemos que algo está mal y no hacemos nada entonces estamos contribuyendo al desastre. Sí, es una carga esta responsabilidad individual, pero no tenemos opción porque estamos vivos.

Realmente mereceríamos ser exterminados, que alguien desarrollara el virus mortal definitivo que eliminara a todos los humanos de la Tierra y así dar la oportunidad a la vida de poder producir por evolución unos seres realmente inteligentes en cien millones de años. Somos como los habitantes de Sodoma y Gomorra, pero sin la posibilidad de salvar a alguien justo como Lot. Quizás sea en esto en lo que se inspiró la película “Ultimátum a la Tierra” (The Day the Earth Stood Still, 2008) en la que el papel del dios moderno está interpretado por una civilización extraterrestre.

Pero las religiones, sobre todo las basadas en las leyendas y supersticiones de unos pastores del Creciente Fértil de hace 8000 años, no parece que protejan el medio ambiente. Más bien alimentan la idea de que la Naturaleza y los seres que la componen nos pertenecen y podemos hacer lo que nos plazca porque somos los reyes de la creación. Cuando, en realidad, somos nosotros los que pertenecemos a la Naturaleza y dependemos y procedemos de ella, no de un dios tenebroso.

Entonces, ¿qué impide a alguien desarrollar el virus antes mencionado? Los seres humanos somos la única especie conocida capaz de obtener conocimiento, de crear arte, de hacer ciencia. Si hay otras civilizaciones posiblemente nunca podremos entrar en contacto con ellas. Somos la manera en la que el Universo es capaz de tomar conciencia de sí mismo, de estudiarse, de verse en un espejo. Estamos aquí para aprender, para crear, no para comer y reproducirnos en vidas baldías. Si fuéramos borrados de la faz de la Tierra desaparecería nuestra forma de ver el Cosmos, posiblemente única entre todas las posibles, quizás incluso desaparecería la única forma que tiene el Cosmos de verse a sí mismo, de contestar al enigma de por qué el Universo es rico, interesante y bonito, en lugar de aburrido y yermo.

En “Cánticos de una lejana Tierra” Arthur C. Clark mostraba un escenario en el que se predecía científicamente el fin el Sol en tiempos históricos, así que se planifica un decrecimiento de la población humana durante siglos para que cuando llegue el fin no haya muchas víctimas y los pocos que queden puedan irse a otro sitio. Quizás sea algo así lo que tenemos que hacer, pero Clark se equivocaba en una cosa: los que queden no podrán huir hacia ningún otro planeta.

La verdad, lo que no queremos ver ni asumir, lo que todavía no aceptamos, es que tenemos que cooperar y decrecer, tanto en población como en recursos consumidos. No hay otra alternativa. Pero, si lo hacemos bien, quizás seamos más felices y, sobre todo, más justos con nuestros descendientes y las demás especies.

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Foto: Nicole Arcilla.