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Una pequeña gran historia

Nadie lo podría haber dicho hace 1300 millones de años. En esa época, sobre la Tierra, no había animales, ni plantas, ni un triste insecto. Sólo había microorganismos. A la vez, a una grandísima distancia de estos microbios, en un rincón del Cosmos, dos agujeros negros se arremolinaban en espiral hasta su fusión en uno solo. La potencia del evento fue 50 veces la de todas las estrellas del Universo observable a la vez. El proceso convirtió el equivalente de tres masas solares en energía, una energía que se propagó en forma de ondas gravitacionales. Pero en el vacío del espacio no te pueden oír si no tienes los oídos adecuados o no estás escuchando.

Nadie podría haber asegurado, ni siquiera una avanzada civilización extraterrestre que pasara por aquí, que esos microbios evolucionarían hasta convertirse en animales complejos e incluso en animales inteligentes. Hay una cadena de herencia evolutiva ininterrumpida que une a cada humano de la actualidad con algunos de esos microorganismos, una cadena que sobrevivió a extinciones masivas y todo tipo de cataclismos. Milagrosamente, contingentemente, estamos aquí ahora para disfrutar del momento.

Mientras tanto, el pulso de ondas generadas por esa colisión tan violenta se propagaba esféricamente a partir de un punto, encogiendo y estirando el espacio y el tiempo a su paso, haciendo de emisario, una vez más, de la gravedad, transportando información. Pero, como la piedra que interrumpe la quietud de la superficie acuosa de un lago y se propagan a lo lejos, estas ondas se hacían cada vez más débiles según se extendían sobre una región de espacio cada vez más grande, una región vasta, gigantesca.

Hace unos cuatro siglos esos animales que evolucionaron hacia seres más o menos inteligentes descubrieron que se podía usar un método, la ciencia, para adquirir conocimiento objetivo sobre el Universo y todo lo que contiene. La ciencia empezó entonces a desarrollarse. Al principio lentamente, luego mucho más rápido.

Cien años antes de que llegara a este planeta el pulso de ondas de aquella colisión, un físico teórico deducía con lápiz y papel que su Teoría de la Relatividad General predecía la existencia de ondas gravitacionales. Era Einstein y, una vez dedujo lo débiles que estas ondas debían ser, creyó que jamás se detectarían. Posteriormente, a lo largo del tiempo, varios científicos intentaron detectarlas, pero sin demasiado éxito. Normal, todos asumían que era imposible. Aunque las pistas indirectas permitían albergar esperanzas de su existencia.

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Algunos pensaron que si se pudieran detectar se abriría una nueva ventana para observar el Cosmos, muy distinta a la habitual de las ondas electromagnéticas, así que esta gran posibilidad no podía ser desaprovechada. Esas ondas debían de estar allí, propagándose por el espacio vacío, hablando sobre lo que ocurre en el Cosmos y pasaban desapercibidas. Así que 25 años antes de las ondas gravitatorias del suceso considerado nos alcanzasen, estos ingenuos humanos consiguieron convencer a los políticos para que les financiaran la construcción de unos nuevos y grandes detectores para conseguir así captarlas. Y se dedicaron a hacer algo que parecía imposible. Algo también arriesgado, pues su éxito no estaba para nada asegurado y podría ser el fin de algunas carreras científicas y la tumba de mucho dinero.

Los científicos, que no suelen reparar en razas, países u otras mezquindades se organizaron internacionalmente. Miles de colaboradores de 25 países trabajaron durante este tiempo para alcanzar la meta.

Al principio no conseguían detectar nada. Construir el sistema para medir distancias más preciso jamás concebido no era fácil. Así que se esforzaron más y recrearon modelos numéricos más precisos y solicitaron más fondos para mejorar las instalaciones. Tuvieron que empujar la tecnología hasta sus límites, pues incluso las fluctuaciones cuánticas de los átomos de los espejos tuvieron que ser controladas. Al final crearon unos monumentos a la perseverancia capaces de medir variaciones de una diezmilésima parte del diámetro de un protón en 4 kilómetros. Es increíble, fascinante, casi imposible, lo que pudieron hacer en esta callada tarea.

Al poco de actualizar el sistema, cuando todavía estaba en pruebas, el pulso de ondas gravitacionales generado hace 1300 millones de años cruzó los brazos de 4 km de los detectores y el hecho fue registrado. ¡Quién lo hubiera dicho! Fue el 14 de septiembre de 2015. Toda la óptica, tecnología láser, sistemas de vacío y de criogenia desarrollados durantes meses, años, décadas y siglos tomaron significado en ese momento. Las ondas observadas eran tal y como se habían predicho. Tal y como se habían predicho.

Como Galileo al apuntar un telescopio al cielo por primera vez, estos científicos pudieron ver el Cosmos con otros ojos. Era como aprender una nueva lengua y empezar a entender a todo un pueblo y su cultura. El Universo nos había estado hablando durante todo este tiempo en el lenguaje de las ondas gravitacionales, pero no podíamos oírlo. A partir de ese momento ya no pasarían desapercibidos sucesos cósmicos que antes nos eran desconocidos y se podrían ver objetos en el Universo que nunca antes habíamos visto. Se inauguraba un nuevo tipo de Astronomía observacional.

Esta hazaña intelectual, este logro histórico, nos habla de la mejor parte del ser humano, la parte que le acerca a las estrellas, la parte que nos muestra que si nos unimos, si colaboramos, somos capaces realizar las cosas más grandes, nobles y bellas. Estos seres, que son una de las maneras, quizás la única, que tiene el Universo de contemplarse a sí mismo, tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra y el perdón temporal de los dioses o de la Naturaleza antes de que les caiga la lluvia de fuego y azufre. Tienen la posibilidad de superar los problemas que se ciernen sobre ellos, que en gran parte han creado ellos mismos, y buscar la justicia, la belleza y la sabiduría que sólo el conocimiento puede proporcionar.

Hoy somos más grandes que hace unos días, hemos llegado más lejos, somos más sabios. Agradezcamos a los que nos precedieron el poder beber ahora del cáliz del éxito científico.

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Ilustración: Colaboración LIGO.