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Ciencia, coronavirus y estulticia

Uno de los muchos dramas de la humanidad es que la mayoría de las personas no entienden la función exponencial. La gente, los políticos o los economistas entienden bien el crecimiento lineal, la proporción, pero no la exponencial.

Muchos aspectos de la Naturaleza siguen una ley exponencial, sea creciente o decreciente. Así, el carbono-14 decae con el tiempo de forma exponencial de tal modo que el número de átomo de este isótopo en una muestra dada se reduce a la mitad en 5730 años. Naturalmente, llegará un momento en el que no se desintegra ningún átomo porque todos se habrán desintegrado ya. Lo mismo se puede decir del crecimiento exponencial. Una colonia de bacterias se duplica cada cierto tiempo, pero todas desaparecen cuando se acaba el substrato del que se alimentan. Para todo hay límites.

Al aparecer, en una epidemia se produce un crecimiento prácticamente exponencial al principio, cuando hay muchas personas susceptibles de ser contagiadas. Al cabo de un tiempo ese crecimiento exponencial se corrige porque se muere parte de la gente, otros se recuperan y están inmunizados o se toman medidas.

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Lo importante es que al principio es como un mazazo, una explosión que pilla por sorpresa a políticos y sanitarios. Hay unos pocos casos y creen que se puede controlar sin tomar medidas drásticas. Lo curioso es que un gobierno tras otro han cometido el mismo error de subestimar el problema del COVID-19, pese a que han visto cometerlo a numerosos gobiernos antes que ellos.

No sólo es la incapacidad de ver el crecimiento exponencial, hay algo más. Todo gobierno quiere mantener la economía y espera hasta el último momento para sacrificarla. Cuando lo hace ya es tarde. Pero la clase política surge de la misma sociedad a la que pertenece. Si la gente no cree que hay un problema, el gobierno de turno tampoco toma medidas porque lo único que quiere es ser reelegido. Así que no se tomaron medidas serias a tiempo.

Las sociedades occidentales son egoístas, no somos capaces de cambiar nuestros hábitos de vida, nuestras costumbres o nuestro estilo de vida por nada. Empezaban a caer ancianos muertos por el COVID-19 y la gente seguía reuniéndose en terrazas, bares, teatros, etc. Por no renunciar no renunciaron a mítines, misas, manifestaciones o partidos de fútbol, pese a que ya se conocía la magnitud de la tragedia.

¿Si la gente, si los políticos, no son capaces de renunciar a ciertas cosillas por salvar a sus padres o abuelos? ¿Cómo podemos esperar que hagan algo para salvar la biosfera o el clima terrestre? Parece que no podemos pasar sin el último modelo de teléfono inteligente o sin ropa de moda. Podríamos hacerlo, pero no lo hacemos. También es verdad que el sistema nos empuja a consumir, pero a este paso nos consumiremos a nosotros mismos. El capitalismo ha chocado contra los límites del planeta y no queremos verlo, por lo que se niega el problema pese a los evidentes números. La orquesta sigue tocando mientras se hunde barco. La actual pandemia no es más que un aspecto de todo ello.

No es que nos neguemos a grandes sacrificios, es que nos negamos a los más pequeños sacrificios. Así que continuamos contagiando de COVID-19 a todos los que nos rodeaban para así disfrutar de nuestro ocio, porque incluso las manifestaciones o mítines (las ideologías cada vez se parecen más a la religiones) ya son parte de nuestro ocio, con su aire festivo y sus disfraces.

Esta pandemia es el aviso definitivo de la Naturaleza. Un tipo en China consume carne de pangolín u otro animal silvestre porque cree que tiene propiedades mágicas y termina muriendo un familiar tuyo en España, Brasil o EEUU. O mueres tú mismo. Todo está relacionado. Este es un precio que se sabía que se iba a pagar. Hubo otros avisos como el del MERS, SARS, ébola, etc., pero los políticos y la gente no escucharon a los científicos que decían que había que tomar medidas. Alguien tan alejado del mundo científico como Bill Gates sí escuchó a los epidemiólogos sobre el problema hace tiempo [1], pero tampoco se le hizo caso. Si se hubiera hecho caso a los científicos se hubiera seguido financiando la investigación sobre el SARS y sobre las vacunas, se hubiera hecho acopio de material sanitario, se hubiera hecho más investigación básica y, sobre todo, se hubiera respetado la fauna salvaje de la rapiña y superstición humanas.

Ese mundo alternativo no existe, la realidad es la realidad de muerte y destrucción que nos rodea en estos tiempos. Incluso ahora que el propio gobierno chino ha prohibido la comercialización de animales silvestres, ha hecho la excepción de los animales usados en la «medicina» tradicional china, que no es medicina porque no cura a nadie de nada. Y, por supuesto, no han usado ese conjunto de supersticiones para salvar a los enfermos de COVID-19. Dan ganas de desearles un rebrote que liquide a toda su población, pero sabemos que la justicia cósmica no existe y que el Universo es siempre ciego a nuestros sufrimientos y sordo e indiferente a nuestros anhelos y deseos. Aquel que advierte del problema antes de que explote puede que se contagie y muera, mientras que el político incompetente o corrupto puede que se salve de esta criba.

La única justicia que cabe esperar es la que el ser humano puede conseguir a través del consenso y la cooperación con los demás, dentro de la razón y alejados de todo fanatismo.

Es doloroso pensar en las mentiras que se han contado. Mucha gente que era «sologripista» puede que lo fuera por egoísmo propio al no querer cambiar sus rutinas, pero otros lo fueron porque se creyeron lo que el sistema les contaba en los medios.

Los datos de China ya indicaban que la tasa de contagio de este coronavirus SARS-CoV-2 era muy superior a la de la gripe, pero dijeron que era una gripe. Esos mismos datos decían que la tasa de mortalidad era mucho más alta que la de la gripe, pero aducían que había mucha gente asintomática que no era contada, como si tener gente suelta por ahí contagiando a diestro y siniestro fuera una buena cosa para la epidemia. Los números estaban ahí, pero los negaban. Había incluso algunos revolucionarios de salón que decían que moría más gente por otros motivos a los que había que prestar más atención.

Incluso se dijo que sólo afectaba a los viejos y a las personas con problemas de salud, como si ambos fueran prescindibles. Pero se decía esto cuando, además, se sabía, según las estadísticas disponibles de China, que moría gente sin esos problemas que tampoco tenían edad avanzada. Ya hasta un simple asma te hace merecedor de morir por COVID-19, según la prensa. Estos «soloviejistas» tampoco quieren ver que, incluso cuando te salvan, si es que hay recursos para ello, tienes que pasar por el entubamiento y otros trances médicos, por lo que no es nada agradable superar la enfermedad. Además, ello consume un precioso equipamiento médico que ahora es tan necesario. Tienes un pequeño infarto y, aunque antes podían salvarte, ahora te mueres porque el sistema sanitario está colapsado. Quizás parte del problema sea el egoísmo del occidental según el cual un anciano es una carga y, por tanto, puedes deshacerte de él. Si el virus matara mayoritariamente a niños quizás la cosa hubiera sido muy distinta. Levantar un país tras una guerra, como toda esa generación de españoles hizo, a base de infinito trabajo para que luego te dejen morir es infame.

La gente que advertía del problema era tildada de alarmista llegando a casos vergonzosos, como cuando se criticó la opinión del doctor Cavadas [2], aunque él ya dijo que no era experto en el tema y que simplemente daba su opinión.

Otros que sí eran expertos decían que se contagiaría del 30% al 70% de la población mundial, que había muchos más casos de los detectados y que moriría mucha gente. No se les escuchó. Estos expertos sufrían la maldición de Casandra, que en la mitología clásica fue condenada al don de la clarividencia y a que nadie la creyera.

Un error más fue haber mirado por encima del hombro a China y culpar de la situación a su mala gestión. La gestión fue allí mala al principio, sí, como en casi todos los países. Pero en el momento en el que construyó el famoso hospital en unos pocos días, los demás deberían de haber tomado precauciones. Nunca creyeron que algo así pasaría en Occidente. «¿A nosotros? No, nunca, nosotros somos occidentales e «inmunes», seres de luz que no caen ante un virus de tres al cuarto».

Y luego estaban lo que negaban que las mascarillas fueran útiles, cuando estaba demostrado, por la situación en otros países asiáticos, que son muy útiles para detener el progreso de la epidemia, sobre todo porque si se lleva puesta se evita contagiar a otros. Incluso las mejores protegen en más de un 90% del contagio al portador. El resultado es que ahora no las tenemos, ni siquiera para los sanitarios.

Al final, efectivamente, no fuimos alarmistas. Fuimos algo mucho peor: temerarios.

Luego, la gestión respecto al aprovisionamiento fue muy mala, ya no quedaba material en el mercado internacional y se tardó en movilizar a la poca industria local que no estaba deslocalizada en China. Esto se tenía que haber hecho mucho antes. Un buen político debe autosacrificarse y tomar decisiones para el caso de peor escenario posible aunque este al final no se dé. Se decretaron confinamientos que llegaron tarde, tras el «mazazo exponencial», después llegó la saturación del sistema sanitario. Se decidió entonces a quién se salvaba y a quién se dejaba morir.

Una vez que los muertos se contaban por miles, desaparecieron los opinadores, los tertulianos y se preguntó a los expertos. Sí, es verdad, no saben expresarse bien frente a la cámara, pero saben de lo que hablan. Por primera vez en mucho tiempo, se abrió un rayo de luz y se escuchó a los que sabían. ¿Durante cuanto tiempo se les tendrá en cuenta? Me temo que sólo mientras dure la pandemia.

Mientras tanto, esta crisis ha permitido ver lo peor y mejor del ser humano. Nos está mostrando al policía de balcón que muestra su lado totalitario y que cree que el único con derecho a ir por la calle es el rider que le lleva la pizza, al político incompetente que nunca trabajó de verdad o al que recortó los presupuestos de sanidad o de investigación. Pero también hemos apreciado la generosidad de muchos, de unos médicos y enfermeras que se entregaron más allá del deber y que, en algunas ocasiones, pagaron con la vida su valor. Estos son los héroes. Espero que se les escuche cuando, al acabar todo esto, pidan más recursos. La sanidad es un derecho, no un negocio.

Lo curioso es que todo esto ha venido estudiándose desde hace décadas. Nos reproducimos como conejos, nos juntamos en megalópolis con transporte público y nos movemos de una punta a otra del globo frecuentemente. Destruimos y nos adentramos en un medio que contiene microorganismos a la espera de tener una oportunidad de saltar al ser humano. Somos el mejor caldo de cultivo para cualquier virus.

Los expertos advertían de que esto pasaría, que la única incógnita era saber cuándo. Es la ciencia la que tiene la respuesta en estos casos. Es la ciencia la que desmiente los bulos sobre el origen artificial del virus SARS-CoV-2, es la ciencia la que puede permitir encontrar antivirales, la que puede hallar una vacuna, la que te dice cómo reducir el contagio.

Si el ser humano fuese realmente inteligente podría aprender de todo esto muchas cosas; como que las fronteras no paran los virus; que estamos todos juntos en esta nave espacial llamada planeta Tierra; que nuestra mayor amenaza es la ignorancia y la estulticia; que el pensamiento mágico no sólo no te saca de ciertos problemas, sino que los crea y empeora; que muchas veces hay que sacrificar algo para dar respuesta a los desafíos y que desde que unas bacterias se juntaron para formar la célula eucariota, hace más de 1000 millones de años, la respuesta siempre ha sido la cooperación.

La cooperación y el conocimiento es nuestra única tabla de salvación para este y otros problemas que nosotros mismos hemos creado. Las otra opción es la barbarie. O nos salvamos todos o no nos salvamos ninguno. No podemos huir y, obligatoriamente, tenemos que tomar decisiones. Si son malas el Universo puede prescindir perfectamente de nosotros. No hay reemplazo para este planeta Tierra que es nuestro único hogar en el Cosmos.

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