- Opinión - http://www.neofronteras.com/opinion -

Experimentación animal y radicales

Hace unas semanas se publicó en la sección de portada de esta web una noticia [1] sobre la violencia que sufren algunos científicos que experimentan con animales por parte de los «defensores» de los mismos. De las amenazas a estos científicos y a sus familias se ha pasado a la que quema de sus autos y sus viviendas con sus familias dentro.
La noticia se puso obviamente como denuncia al hecho, y uno esperaría que en una web de estas características, dedicada a temas científicos, no hubiera lectores radicales. A resultado ser que sí, hay esos lectores y algunos de ellos escribieron comentarios al respecto.
Algunos incluso apoyaron esos actos violentos con frases del tipo: «Quién siembra vientos, recoge tempestades. Que cada palo aguante su vela cuando sopla el huracán».
Que aquellos que dicen defender la vida se lancen a la agresión de las personas o apoyen esos mismos actos no deja de ser paradójico y recuerda a otros provida que se dedican a asesinar médicos abortistas.
En la sociedad tan materialista en la que vivimos hay gente que necesita de una guía, un decálogo que dirija sus vidas, un sistema moral en el cual no sea necesario pensar y que esté basado en el dogma. Necesitan identificarse con unas ideas y defenderlas. Los mecanismos cerebrales que hacen posible el pensamiento religioso, son los mismos que crean fanáticos de un equipo de fútbol, que alimentan los nacionalismos, a los terroristas islámicos o a los enemigos de la experimentación animal. En realidad el sistema de organización de esta gente se parece mucho a una secta o a una religión. El sistema es el dogmático, o blanco o negro: «toda vida debe de respetarse de manera absoluta». Se parte de un sentimiento sentimentaloide por los animalitos, igual que se parte del amor al prójimo de algunas religiones, y se construye un sistema dogmático en el que no cabe el razonamiento. Al final, e igual que las religiones que dicen amar al prójimo, se termina evangelizando incluso con la violencia.
Claro está que, cuando se aplica el sistema dogmático de esta gente, se llega al absurdo y a la contradicción absoluta, por no decir al ridículo. Matamos todos los días a miles de ratas (propagadoras de enfermedades) en las alcantarillas con veneno, a millones de mosquitos (algunos portadores de malaria y enfermedades varias) y a muchas más bacterias con nuestros antibióticos. También matamos a las vacas o a los pollos que nos comemos. Podríamos ser vegetarianos, pero las lechugas también están vivas. Y las semillas son plantas en potencia. Al final nos moriríamos de enfermedades e inanición si hiciéramos caso a este pensamiento dogmático.
La Naturaleza, por otro lado, no parece ser muy compasiva con los animales y algunos, que terminan siendo presas, son devorados, aún vivos, por el depredador de turno. Las avispas que depositan sus huevos en el interior de larvas vivas paralizadas tampoco parecen preocuparse por ellas. Y es que el pensamiento moral es puramente humano.
Me permito recordar que cuando se experimenta con animales se siguen unos protocolos estrictos con los cuales se pretende causar el menor daño posible a los mismos. Además los animales utilizados son en su inmensa mayoría «inferiores» como ratas, peces o moscas. Raras veces son «superiores», pero si hay que probar una vacuna contra el SIDA sólo se pueden utilizar monos porque son los únicos que se contagian.
En cuanto a la necesidad de utilizarlos, hoy por hoy y desde el punto de vista científico, son necesarios, nos guste o no. Los cultivos sólo sirven para una primera fase o en determinadas ocasiones. Ya les gustaría a los investigadores utilizar cultivos y no necesitar el engorro que supone el uso de animales. Pero si, por ejemplo, queremos saber cómo funciona un cerebro no podemos usar sólo cultivos de neuronas, sino usar un cerebro completo que viene junto con un cuerpo. La alternativa es no investigar y dejar que la gente con enfermedades neurológicas degenerativas sufra la agonía lenta de su enfermedad o simplemente que no lleguemos nunca a entender cómo funciona el cerebro.
La única manera de curar algo es entender la enfermedad, lo contrario es lo que hacía el hechicero de la tribu. Aunque siempre habrá gente que quiera volver a la tribu donde, según ellos, se vivía en armonía con la Naturaleza y no había enfermedades, porque, según ellos, todas las nuestras están causadas por el estilo de vida moderno. La verdad es que la media de vida de esa gente no llega a los 40, sufren enfermedades (algunas terribles como el kuru) y tienen un índice de asesinatos elevadísimo. Es lo malo del pensamiento mitológico (como en los nacionalismos), que no aporta información real. Tenemos enfermedades modernas porque al vivir más tenemos tiempo para tenerlas.
Esta gente menciona a las farmacéuticas como cuando el fanático religioso menciona al diablo, pero si el estado no invierte en este tipo de investigaciones alguien lo tendrá que hacer. La investigación farmacológica no sale gratis, siendo más bien muy cara. Claro está, como toda organización humana, las farmacéuticas son imperfectas y desde luego no son altruistas. La avaricia de la que pueden pecar es la misma que la que peca cualquier otra empresa. Pero no podemos acusar al latifundista de arar la tierra (en esta metáfora «experimentar con animales»), cuando el pequeño agricultor hace lo mismo, aunque especule menos con el producto final y la riqueza esté mejor repartida. Ni tampoco podemos acusar a ambos de tener beneficios.
El problema es la ignorancia y la pervivencia del mito. Los científicos no son ni Prometeo ni Frankenstein, ni científicos locos, ni sádicos que disfruten con el sufrimiento animal. Personalmente conozco a algún investigador que cuando tiene que sacrificar a sus animales no lo puede hacer por pena y tiene que delegar en alguien para la tarea. Los científicos son personas, tiene sentimientos y, con permiso de Ernst Lubitsch, sangran cuando se cortan. Quieren a sus mujeres y a sus hijos, y no son violentos. Sólo buscan iluminar el conocimiento humano y sacarnos de la caverna a la que una vez y otra queremos retornar.
Gracias a los conocimientos que obtienen podemos encarar enfermedades terribles como el cáncer, enfermedades degenerativas e intentar curar o evitar el SIDA. Puestas en la balanza la dignidad de unas ratas de laboratorio y la dignidad de millones de seres humanos afectados por estas enfermedades, lo racional, lo humano, es decantarse por los segundos.
Los apologetas de estos movimientos son casi todos jóvenes y como tales poco susceptibles a que las enfermedades graves les ataquen, creyéndose inmortales. Pero les atacan otras leves y tarde o temprano les atacarán las más graves, tanto a ellos como a sus familiares. No deja de ser una hipocresía que, manteniendo esa postura, se beneficien constantemente de las investigaciones de este tipo con vacunas, fármacos y tratamientos que salvan las vidas de ellos, de sus familiares y de sus amigos. Porque, llegado el caso, y con la muerte en el cogote, seguro que no renuncian a estos tratamientos.
Si de verdad les importaran tanto los animales se ofrecerían como cobayas humanas, algo que hacen ya muchas personas. También se podría crear un carné del provida, al igual que hay un carné del donante de órganos, de tal modo que en caso de enfermedad no se le aplique ningún tratamiento para cuyo desarrollo se haya utilizado experimentación animal, pero obviamente esto es absurdo.
Se puede estar en contra de la experimentación animal, igual que se puede estar en contra de la gente de otras razas, es lo que llamamos libertad de expresión. Pero la quema de viviendas con familias en su interior o los ataques racistas son simplemente actos terroristas inmorales, ilegales y por tanto punibles. No tienen ninguna justificación.
Es una pena que estos individuos que dicen proteger a los animales dediquen esfuerzos y recursos a esta «lucha» mientras que muchísimas especies de animales y plantas se están extinguiendo en el medio natural por culpa nuestra. Algunas de ellas como los primates o los cetáceos con un sistema cultural parecido al nuestro y, me arriesgaría a decir, con sentimientos similares.
Este artículo de opinión, por desgracia, no convencerá a ninguno de estos radicales, de igual manera que sería casi imposible hacer que un talibán dejara su religión. La ausencia de pensamiento crítico, la comodidad del pensamiento dogmático, la obsesión o el soporte social y sentimental de los correligionarios hará que estos «defensores» de los animales sigan en su alocada lucha por la imposición de sus ideas al resto de la humanidad, incluso por medios violentos.