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La trastienda del ingenio

Por Alejandro de Malaespina

Los científicos son personas normales y no están hechos de ninguna sustancia divina. Componen una comunidad con los mismos vicios y virtudes que otras comunidades, son persona y no ángeles. Esto no es nada nuevo para los que ya están en ese mundo, pero quizás informarse de la faceta humana del científico sea interesante para aquellos de fuera de ese mundo que tengan curiosidad.
Recientemente ha llegado a algunos medios de comunicación una noticia sobre una supuesta falta de honradez de unos científicos dedicados al estudio del clima. Las acusaciones son falsas, pero esto no es lo importante. La reacción de algunos frente al tema revela la imagen errónea que la gente tiene sobre los científicos, así que quizás merezca la pena desmitificarlos, fijándonos en las “zonas erróneas”, tanto suyas como de su mundo, aunque sólo sea con ánimos constructivos.

Es verdad que quizás en el mundo científico se esté un poquito por encima de la media en ética, pero no mucho más. Si el sistema funciona y hay cierta ética es porque un científico, en general, está rodeado de enemigos que tratarán de echar abajo sus estudios, de menoscabar su prestigio. Está bajo el escrutinio atento de los demás, siempre vigilantes. Por eso un científico se cuidará mucho de no falsificar su trabajo, porque hay muchos deseando «pillarle». Aunque es normal que los científicos critiquen el trabajo de otros, de hecho, de eso se trata.
El típico tema de conversación entre científicos suele ser qué revista tiene más impacto sobre las otras dentro del área en cuestión, que fulano publica en ésta, que los revisores han dejado colar tal artículo de zutano, etc. La importancia del trabajo de un científico se mide por el número de citas que han recibido sus artículos por parte de los demás científicos de su campo. «Publica o muere» se suele decir, y el científico cuenta sus artículos o sus citas como el que cuenta sus acciones en la bolsa de valores.
La generosidad en el mundo científico no suele ser frecuente. No se comparten datos o recursos y si se hace siempre se pide algo a cambio, en general suele ser aparecer como autor en el artículo de turno.
Recientemente ha habido quejas (no del todo justificadas) sobre algunos asistentes a congresos que se llevaban una cámara para fotografiar datos y gráficas de las presentaciones sobre resultados preliminares de los demás y luego se les adelantaban publicando un artículo. Otros escriben un artículo a medias que cuelgan en el repositorio ArXiv para marcar territorio intelectual. Si fueran otra especie de mamífero porbablemente se dedicaría a orinar por las esquinas.
Se lucha por los recursos, por el prestigio, por la fama, por el ego, por el dinero (si lo hay)… Esta lucha crea dinámicas que pueden ir a favor de la ciencia, pero en general van en contra de los individuos. A veces no se colabora ni con los investigadores del propio grupo.
La mayoría de los resultados científicos no tienen mucha importancia. Naturalmente hay resultados menores que hacen avanzar la ciencia poco a poco y que permiten aplicaciones tecnológicas. Por eso hay que financiar todo tipo de ciencia, la de alto riesgo y la más aplicada. Pero en realidad se trata de un sistema de apuestas y se espera que en algún sitio algún científico haga un descubrimiento importante.
El trabajo duro y la inteligencia se le presumen al científico como el valor al soldado, pero el gran descubrimiento depende mucho de algo tan caprichoso como la suerte. Hay auténticas lumbreras que nunca dan a luz nada realmente significativo pese a su esfuerzo y competitividad, y otros que no lo son tanto que hacen un descubrimiento casual que lo cambia todo. Obviamente, los tontos que están tumbados en el sofá de su casa nunca descubren nada.
La pregunta respecto a los descubrimientos de los demás que a muchos les viene a la cabeza, y que casi nunca confiesan, es: ¡¿y por que diablos no se me ocurrió esta obviedad a mí?! La contingencia tiene sus cosas.
Algunos científicos encaran su trabajo como un futurible, una esperanza de descubrir algo importante o, simplemente, que al cabo de muchos años se les recompense o reconozca de alguna manera. Es muy similar a comprar lotería. Pero esto va en contra de la naturaleza humana, pues por ejemplo preferimos 10.000 euros anuales durante 10 años a 100.000 euros de golpe al cabo de 10 años.
El científico es también víctima del “Efecto Mateo”, que se hace notar mucho*. A alguien que en algún momento tenga éxito o una oportunidad le será más fácil conseguir recursos, por lo que le será más fácil obtener resultados con los que tener más éxito y recursos, y así sucesivamente.
Toda esta situación puede llegar a quemar bastante y a desquiciar a algunos. Muchos científicos reconocen sentirse frustrados y haber perdido la ambición. Un estudio sociológico realizado en EEUU durante la última década por Joseph Hermanowicz muestra que es casi imposible triunfar en la ciencia, excepto en muy escasas universidades de élite. Llega a dos importantes conclusiones: la primera es que el centro en el que se trabaja condiciona decisivamente la opinión subjetiva que el propio investigador tiene sobre su carrera, y la segunda es que muy pocas instituciones ofrecen las condiciones que los científicos imaginan cuando eligen su profesión.
Sólo las élites investigadoras sienten que han aprovechado al máximo su valía. Y es que, incluso en un país como EEUU, las oportunidades de labrarse un prestigio como investigador son entre muy bajas o inexistentes en una institución que no sea de élite.
A partir de todo este caldo de cultivo es fácil entender que también haya envidias, egos abultados, ambiciones desmedidas, codicia, etc. y que, en general, son malas consejeras. En el peor de los casos surgen personajes impresentables y engreídos.
A veces se exageran los resultados obtenidos para así conseguir más financiación, pero otras se comenten simple y llanamente fraudes. La Historia nos habla de algunos cometidos en el pasado. El caso más reciente es el del científico coreano Hwang Woo-Suk que presumía de haber alcanzado grandes logros en clonación. Resultó que su investigación era bastante fraudulenta y sus logros más espectaculares una simple mentira. Otro caso fue el del científico de los Laboratorios Bell que publicaba un motón de artículos interesantes en Física. La repetición de las mismas gráficas en distintos artículos y la incapacidad de los demás para reproducir sus resultados llevaron a la conclusión de que se inventaba todos sus hallazgos.
Quizás el caso de fraude histórico más famoso sea el del Hombre de Piltdown, cráneo supuestamente humano confeccionado con una mandíbula de orangután. Todo ello para mayor gloría del RU, que entonces quería señalar a las islas británicas como origen del ser humano.
A veces hay fiascos cuando unos científicos honestos, pero cegados por la ambición, creen en unos resultados que no son correctos, como en el caso de los rayos N o, más recientemente, la fusión fría de Fleischmann y Pons.
A otros les mueve el interés económico. Thomas Middle, que inventó el aditivo de plomo para la gasolina, se pasó el resto de su vida defendiendo sus bondades y de paso los intereses de las petroleras. Que el plomo fuera un conocido neurotóxico parecía no importar ni a los políticos y hasta hace unos pocos años todavía se utilizaba en Europa.
También ha habido casos bastante más siniestros. En los años veinte Lenard (premio Nobel de Física) redactó un manifiesto en contra de la Relatividad (que otros profesores alemanes firmaron), simplemente porque tenía envidia de que Einstein hubiera explicado el efecto fotoeléctrico que él estudio. Más tarde, en plena época nazi, este individuo calificó de «ciencia judía» a la Mecánica Cuántica y a la Relatividad. Además dijo que toda Física correcta debe de estar basada en la raza. La caza de brujas había comenzado. Stark, otro premio Nobel, contribuyó también al odio hacia los físicos judíos y hacia los que sin serlo estudiaban las nueva Física Teórica. A éstos últimos los llamaba “judíos blancos”. En pleno nazismo intentaron y a veces consiguieron depurar a colegas suyos.
En la antigua URSS se llegó a negar la Teoría Evolutiva de Darwin porque, supuestamente, iba en contra del ideario comunista. Por no entrar en su sistema siberiano de purgas por el que pasó más de un científico.
Incluso cuando no ha habido política de por medio los científicos asentados siempre se han resistido a admitir los nuevos descubrimientos. Thomas Khun ya describe este fenómeno en su libro «La Estructura de las Revoluciones científicas».
Todo este tipo de cosas suceden en todas partes, porque en todas partes cuecen habas. Lo bueno es que, a pesar de todo, a pesar de los científicos, la ciencia avanza. Al final la verdad siempre resplandece, y se hace la luz. Aunque parezca increíble, y esto es lo más fascinante, la «Ciencia» es independiente de los científicos.

El caso español

Lo malo es cuando los recursos dedicados a la ciencia son escasos y se está en un país con una sociedad un poco particular como la española y una cultura científica pobre como la de este país. Es verdad que en España a veces hay buenos resultados, es verdad que se ha avanzado mucho en este campo desde los años setenta cuando la ciencia era inexistente, es verdad que hay científicos competentes… Pero como el tema de este artículo va sobre las cualidades no divinas de los científicos y sobre su desmitificación, vamos a hablar a partir de ahora de sus puntos flacos, aunque sean humanos.
Y es que hay gente en el mundo científico español que es bastante despreciable, aunque sea poco numerosa. Recuerdo todavía cuando a un jefe le tocó ser referee de un artículo. Le basto leer el nombre del autor para llamar al posdoc de turno y decirle: “Fulano, te lees esto y lo rechazas”. Es decir, sin leer el artículo pidió a otro que le hiciera su trabajo y redactara el informe en el que se rechazaría la publicación de dicho artículo, simplemente porque le caía mal su autor. El posdoc obedeció (anonadado) y argumentó como pudo en el informe los motivos por los que no había que publicar el artículo en cuestión.
Poner la zancadilla a los otros no es tan atípico en este mundillo. Que se haga con los grupos de otras instituciones que te hacen la competencia parece hasta lógico, aunque no sea moral, pero también se practica dentro de la misma institución académica a la que se pertenece.
Si buscan la partícula subatómica más pesada no vayan al LHC a encontrarla, basta pasarse por las instituciones españolas de investigación para encontrar muchas de ellas. Es el “ego”, una partícula antisimétrica superpesada que pulula dentro del cerebro de algunos. Lo más gracioso es que la gente que la posee no ha contribuido con ningún hallazgo realmente significativo a la ciencia mundial, ninguno. No hay un premio Nobel en ciencia español desde hace 100 años (con Ramón y Cajal, pues Severo Ochoa se formó e investigó fuera y obtuvo la nacionalidad norteamericana). La mayoría de sus artículos publicados son mediocres y no tienen ninguna investigación “de riesgo”. Pero no importa, los egos se propagan igualmente y tienen una «sección eficaz» tan importante que provocan colisiones continuamente.
Las reuniones de departamento suelen parecerse bastante a una junta de comunidad de vecinos. Muchas veces aparecen rencillas irreconciliables que suelen dar al traste con la convivencia. Pueden ignorarse unos a otros, formar pequeñas alianzas, formar pequeñas mafias, denunciar legalmente a los otros aunque no se tenga razón, amenazar, acosar, chantajear, captar adeptos a su causa… El clima puede ser tan malo que la consecuencia puede ser la escisión del departamento en dos o más subgrupos. Es la jungla de hiedra y ladrillo rojo.
Suele haber abusos de todo tipo. Hay algunos individuos que tienen cientos de artículos publicados para los cuales es imposible que hayan tenido tiempo material en preparar. Sus nombres aparecen, pero no conocen ni su contenido. A veces ni los leyeron. Otras, si lo hicieron, no los entendieron. Su nombre figura por ser el jefe o por haber prestado algún recurso al que realmente hizo la investigación y escribió el artículo.
Otros se dedican a la publicación de artículos mediocres. Como en el mundo científico quien no publica no sobrevive al final se da este tipo de picaresca. Son los grandes beneficiados del efecto Mateo. A más artículos más dinero para proyecto, más doctorandos y más resultados que vender con los que obtener todo eso.
Ir a un congreso científico sería de lo más instructivo para un antropólogo, mucho más que visitar una tribu remota. Como la asistencia (cara) a los congresos se paga con cargo al proyecto de investigación, hay algunos investigadores que van a ellos como quien se va de vacaciones, pero con los gastos pagados. Se apuntan a todos si el destino es bonito, incluso si no tienen nada interesante que decir, y así hacer turismo científico. Aunque no siempre, los congresos se pueden celebrarse en sitios atractivos como Cancún, alguna isla paradisíaca o exótica, estaciones de esquí, una ciudad histórica o agradable… Recuerdo uno en Australia sobre Física que se anunciaba diciendo que el lugar tenía un clima como el de Fiji, pese a no celebrarse en Fiji. De paso algunos «congresistas» aprovechan y engañan a sus respectivas parejas echando una cana al aire (si pueden, pues el éxito suele ser reducido en este aspecto). Nada alejado de la condición humana.
Aunque también en los congresos se hacen cosas honorables: se mira qué es lo que se hace por ahí fuera, se buscan alianzas, colaboraciones o se trata de vender el trabajo del grupo, etc.
En las universidades hay de todo. Hay algunos a los que la docencia les importa un bledo, a otros les importa un bledo la investigación e incluso a algunos les importa un bledo ambas cosas. A casi ninguno le interesa la divulgación y casi todos suelen despreciar la elección de todos los demás. Una mínima parte hace todo eso y no tienen vida personal por falta de tiempo. Otros se dedican a la gestión y a medrar políticamente, para luego pasarse al ministerio e instituciones similares, con un sueldo mayor y más poder con el que hacer la vida imposible a sus antiguos colegas.
Son los demás científicos los que evalúan y asignan recursos a sus compañeros, a veces basándose en criterios de «ciencia infusa», aunque sean los políticos los que dictan las líneas generales. Puede que el gobierno dé menos dinero para ciencia, pero la comunidad científica española se basta ella sola para crear el infierno en la Tierra. Nada del otro jueves que no se dé en muchos otros ámbitos.
Exagerando un poco, si hay que evaluar a alguien, se mira el nombre, la institución a la que pertenece, el tema en el que trabaja y se decide si se le concede o no lo que pide. Luego se justifica la decisión en virtud del currículum (leído a posteriori). Si caes en manos del «enemigo» apañado vas.
La meritocracia suele brillar por su ausencia y por eso no es extraño que las mejores figuras se vayan fuera de España, sobre todo antes, cuando no había planes de Bolonia y la formación era decente. No sólo cobran más dinero y están mejor reconocidos, además disfrutan de un mejor ambiente no necesariamente perfecto. La patria de un científico es donde está su ciencia, aunque no suele coincidir con dónde está su familia y amigos.
Si no eres un genio ni tienes a alguien que te apoye, y aunque seas competente, tu situación puede llegar a ser bastante incierta. Más vale que vayas buscando trabajo fuera del mundo académico, porque todos los nichos ecológicos de ese supuesto paraíso serán ocupados por corleones que sí tiene padrinos de una determina familia. Pero esto es como las casas en primera línea de costa, cada uno piensa que es antiecológico que los demás construyan una casa al lado de la suya en ese lugar tan privilegiado y bonito. Pero la suya estaba antes y, naturalmente, debe de tener todos los beneplácitos.
En España es fácil encontrarse a un investigador que hasta los cuarenta no ha podido disfrutar de un empleo estable y siempre ha tenido un salario bajo que le ha impedido vivir con dignidad. Algunos sobreviven porque tienen pareja que también trabaja. Si tienen hijos es de milagro (o por accidente).
En este país se puede llegar a un punto en el cual un científico tiene que aguantar toda clase de infamias o vejaciones, e incluso que él las haga a los demás en una curiosa guerra intestina por los recursos escasos, pero ¿por qué aguanta?
El problema fundamental es que hay una trampa vocacional en el asunto. El investigador aguanta porque aprecia su ciencia, tiene vocación, espera el golpe de suerte intelectual y, sobre todo, no puede escaparse con dignidad a otro sitio. Pero es el «mercado» el que dicta el precio (en todos los sentidos) de un científico. Si se levanta una piedra saldrán de ella, disparados como insectos, muchos otros titulados dispuestos a ocupar su lugar por menos (menos de cualquier cosa), sobre todo si proceden de países aún menos «agraciados» económicamente.
Encima, el científico español no tiene casi ninguna otra salida profesional fuera del mundo académico por la que practicar una huida. No ya porque no se hace ciencia fuera de ese mundo en su país, sino porque un científico en España es literalmente despreciado por la clase empresarial y social en general, pese a que la hipocresía les haga decir a los empresarios y a la gente corriente todo lo contrario.
Además, ha invertido tanto esfuerzo, tantos años, que cree que salirse es perder. Es la misma razón por la cual seguimos llevando al mecánico nuestro automóvil viejo para arreglarlo una vez más o intentamos mantener una relación de pareja ya acabada: por la inversión realizada.
Hay tanta inercia que es muy difícil cambiar todos estos fallos del sistema, entre otras cosas porque habría que cambiar la sociedad, y la sociedad española no puede cambiar su visión sobre la ciencia de la noche a la mañana.

Siempre es más agradecido describir el vaso medio lleno que medio vacío (o medio lleno de veneno), pues de lo contrario rápidamente te pueden llamar cínico o amargado. Así que hay que decir que no todo es como lo que se acaba de describir, recuerden que sólo se trataba de desmitificar al científico.

Ya saben: la ciencia avanza pese a los científicos.

* Por el evangelista, que en su Parábola de los Talentos (Mt, cap. 25, versículo 29) dice: «al que más tiene más se le dará, y al que menos tiene, se le quitará para dárselo al que más tiene». Concepto que también recuerda Primo Levy en su libro de memorias “Si esto es un hombre”, basado en sus experiencias en los campos de exterminio nazis.