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Sobre el accidente de Fukushima

Uno de los mayores terremotos, seguido de un tsunami muy grave ha provocado un accidente nuclear que ya está en el punto más alto (el 7) de gravedad en la escala de accidentes nucleares. Incluso después de un mes desde la catástrofe todavía no han conseguido dominar el problema y ya hay estroncio radiactivo en el medio. Encima, las réplicas, que son de alta intensidad, se siguen produciendo y se producirán durante meses y dificultan las labores de unos hombres que ya están condenados a morir.
Lo inconcebible, que se produjera un accidente nuclear en uno de los países más avanzados del mundo, se ha dado. No es ni será Chernobil, pues el diseño demencial de esa central no se da aquí, pero la gravedad es indiscutible.
Durante un mes hemos sufrido, una vez más, la politización de algo que tenía que ser meramente técnico. ¿Son seguras las centrales nucleares? Unos dicen que sí sin perturbarse y otros que de ninguna manera, que las centrales nucleares son Satán y que vagan por las noches comiendo niños.
El dogma está reñido con la razón. No podemos permitirnos el lujo se guiarnos por los dogmas, sino por los hechos, los informes y los estudios independientes, sobre todo independientes.
Lo que no es de recibo es la ignorancia patente de los que se supone que nos tienen que informar. Los medios de comunicación no tienen asesores científicos y en estos días hemos tenido que asistir a muchas inexactitudes. Que la radiación se pueda barrer (pasa una escoba por encima de un rayo gamma a ver qué pasa) o que el yodo “neutraliza” las radiaciones son sólo unos ejemplos. Que el vertido se mida en millones de litros y no en metros cúbicos es otro ejemplo de manipulación. Esta mala información se ha mezclado además con la paranoia y miedo de la población. Un miedo instintivo, visceral, a lo nuclear, ya que Fukushima ha llegado cuando Hiroshima no estaba olvidada (ni lo estará nunca).
No viene mal recordar que si se vive donde hay granito se está sometido a radiación. Una casa de ladrillo, hormigón o con las paredes recubiertas de yeso es radiactiva. Sólo por dormir al lado de alguien se recibe radiación. También recibimos radiación si volamos en avión, subimos una montaña, usamos un monitor de rayos catódicos, nos hacen un TAC o una radiografía… El Sol y el Universo son radiactivos. Hemos evolucionado en un ambiente que nos permite sobrevivir a ciertos niveles de radiación, pero no a otros superiores. La bacteria Deinococcus radiodurans es capaz de vivir en el agua radiactiva de un reactor nuclear, nosotros no. Pero las radiaciones siempre tienen un efecto estocástico incluso a bajos niveles. Efecto que ha permitido la evolución de las especies, pero que como individuo nos puede costar caro.
Los políticos tampoco se han portado nada bien en este asunto del accidente. Unos en Japón no informando lo suficiente y otros diciendo que llegaba el “apocalipsis” y haciendo electoralismo barato. Lo malo es que son los políticos los que al final toman las decisiones si nosotros les dejamos.
Un terremoto de esa magnitud seguido de esa ola gigante era inconcebible, pero ha pasado. Las centrales resistieron, pero los sistemas de refrigeración de apoyo fallaron. Las piscinas con residuos estaban situadas en sitios muy mal ubicados y uno de los reactores estaba cargado con plutonio. La mala suerte y la mala planificación no han favorecido.
No podemos asegurar que algo así no pueda ocurrir de nuevo y la ley de Murphy es inexorable. No podemos permitirnos el lujo de tener, más o menos, un accidente nuclear cada 20 años. Eso es inasumible a largo plazo. Tampoco es asumible que durante miles de años nuestros descendientes se hagan cargo de los costes del almacenamiento de residuos radiactivos. Eso no es ser barato, es derivar los gastos a otros no nacidos aún. Y fue un pecado egregio hace estallar bombas nucleares en la atmósfera o corteza terrestre durante décadas.
Lo malo es que deseamos que nuestros aires acondicionados o pantallas de televisión sigan funcionando y no queremos asumir lo que eso significa. Somos cínicos e hipócritas.
El ser humano tiene un impacto sobre el planeta, impacto que es cada día más grave. El mundo tal y como lo conocemos habrá desaparecido ya hacia el 2050. No habrá una fecha dada para el cataclismo, sino que poco a poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos adentraremos en un mundo cada vez más triste y sombrío, sin selvas, bosques o arrecifes de coral. Un mundo cada vez más escaso en agua dulce y alimentos (y posiblemente violento). Un mundo pobre en especies en el que lo que más sobre será precisamente gente. La sexta gran extinción masiva se está dando ya, delante de nuestros ojos, y no lo queremos ver porque verlo significaría cambiar un estilo de vida que no queremos cambiar. Fukushima al lado de este problema es la nada o una muestra más de nuestro impacto.
El estilo de vida que llevamos tiene un coste a muchas escalas y hay que decidir qué huevos rompemos para hacer la tortilla. Podríamos arriesgarnos con la energía nuclear, pero las otras energías tampoco son inocuas. El carbón mata al año muchas más personas que la energía nuclear. Pero un accidente mortal en la mina nos afecta menos que uno por radiación, es algo visceral.
El cambio climático producido por la quema de combustibles fósiles nos pondrá en una situación muy grave tarde o temprano. Un clima diferente cambiado en un siglo y que dure durante cientos de años es una mala receta para la supervivencia. No podemos asumir el uso de combustibles fósiles y que el coste y platos rotos lo paguen futuras generaciones, pero lo hacemos igualmente, sin inmutarnos. Ahí va una apuesta: quemaremos hasta la última gota de petróleo que quede en el mundo, esté a la profundidad a la que esté.
Las energías alternativas son caras (es la pura verdad) y no queremos pagar ese extra que significa su uso o pagar los impuestos que financien la investigación sobre su abaratamiento. Encima hay muchos intereses económicos en juego. Las primeras son las empresas eléctricas, que quieren ganar más y más dinero a costa de lo que sea (con beneficios récord en estos años de crisis, por cierto). Pero también el montón de intermediarios que viven del cuento en todo este asunto y en muchos otros. El mismo estado tiene una insaciabilidad pasmosa a la hora de gravar con impuestos (incluso impuestos aplicados sobre impuestos) a la energía o a cualquier cosa que se tercie. Sin embargo parece que no le interese gravar con impuestos a los que más tienen y menos producen, como los bancos, ni apoyar la investigación de nuevas fuentes de energía. El gran defecto de nuestro sistema económico no es la producción o el consumo, es el negocio montado sobre el movimiento de capitales. Se hacen fortunas moviendo electrones por las redes de comunicación financiera. Esta actividad no considera los límites finitos de nuestro planeta y se basa en empobrecer a muchos para enriquecer a unos pocos listillos o bien “conectados”.
Debemos elaborar estudios independientes que nos digan exactamente el coste y posibles riesgos de todas las fuentes de energía y decidir, ya informados, por cuál o cuáles apostamos, cómo las mejoramos y hacemos más seguras, cómo las implantamos, cómo eliminamos a los parásitos o qué incentivos dispondremos.
Y tendremos, sobre todo, que renunciar a ciertos lujos si queremos que el planeta y la especie humana tengan una oportunidad en el futuro. Un futuro viable pasa por tener menos hijos y por realizar un consumo que sea responsable o, como mínimo, que no sea descabellado.
El miedo (justificado) a la radiación ha hecho que el entorno de Chernobyl bulla de vida salvaje, vida preciosa como no se veía en Europa desde hace siglos. Es así porque allí simplemente ya no hay personas y la vida se ha recuperado pese a la radiación. El verdadero peligro somos nosotros y no lo queremos ver, tanto que hasta estamos poniendo en riesgo nuestra propia supervivencia. Somos peores que las radiaciones.