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Viajes y existencialismo ecológico en un mundo que desaparece

Ahora que el verano boreal pasa por su ecuador y mucha gente ha iniciado (o terminado) sus vacaciones estivales quizás merezca la pena meditar sobre las regiones del mundo que visitamos, incluso cuando estas no sean muy lejanas, y tratar de sacar una reflexión sobre nuestro lugar en este planeta.
Si tenemos afán de aventura quizás viajemos a algún lugar exótico que nos extraiga a la fuerza de la cotidianeidad que nos carcome y aplasta. Si ya tenemos la vista cansada de ver siempre la misma gente, las mismas calles o los mismos edificios, un viaje nos devolverá un poco a una niñez en donde todo era nuevo y asombroso. Nos maravillaremos de un mundo increíble, lleno de prodigios, que nos recordará lo precioso que es este planeta, que nos haga ver lo afortunados que somos de disfrutar del privilegio que significa la vida.
Podemos ir a algún lugar en el que nada más bajarnos del avión nuestro sentido del olfato nos diga que estamos en el trópico y que ello nos evoque toda la cinematografía colonial que hayamos visto y que estaba anquilosada en la memoria. Quizás podamos deleitarnos con el delicado sabor de un mangostán en algún mercado de Asia o determinar por primera vez el sabor de las semillas verdes de la flor del loto.
Puede que podamos contemplar cómo se arraciman las nubes sobre el mar Caribe mientras unos cocoteros son mecidos por el viento y sepamos que esa tarde caerá una grácil lluvia. O tal vez, mientras tratamos de dormir por la noche en una tienda en medio de la sabana africana, el rugido de los leones y el oír a los elefantes barritar nos traiga reminiscencias de los tiempos pretéritos en los que exploradores valientes llenaban con significado los espacios en blanco de los mapas, o los tiempos arcaicos en los que un mono se sintió humano por primera vez y fue consciente de que tenía miedo. Quizás nos atrevamos a subir al Kilimanjaro y ser de los últimos en tocar su fría nieve al lado del esqueleto inexistente de un leopardo hemingwayniano. O quizás tener la forma física suficiente como para atravesar el Himalaya por la ruta que trazó Peter Matthiessen.
Si tenemos licencia de buceo podremos sumergirnos en las aguas de un mar bíblico que dicen Rojo y que está a la sombra de unas pirámides no tan lejanas. Allí podremos contemplar paredes de coral pobladas por peces de colores, un milagro mayor que la imposible división de sus aguas por parte de un dios tenebroso, y olvidarnos de que respiramos gracias a una botella de aire comprimido y que nuestros antepasados hace mucho tiempo que dejaron de ser peces.
Quizás podamos surcar la Amazonía a bordo de un barco que navegue lentamente a través de una jungla poderosa; a lo largo de una selva verde esmeralda atronada por la bullaranga de los monos, el griterío de las aves y el muro sonoro creado por una multitud de insectos incansables.
Si nuestro bolsillo nos lo permite podremos visitar los gorilas de montaña o los orangutanes de Borneo para comprobar que la distancia que nos separa de ellos no es tan grande. Ya hay expediciones a esos lugares para gente pudiente o para personas cuyas prioridades no son las convencionales.

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Todo eso y mucho más es absolutamente único, es irrepetible por siempre y para siempre. Las contingentes leyes de la evolución dicen que no hay ni habrá ningún planeta en esta galaxia o en cualquier otra que sea igual, ni siquiera parecido. La Tierra es maravillosa porque pertenecemos a ella, porque coevolucionamos con todas las demás especies que la pueblan. Somos parte de ella. Cualquier otro planeta será inhóspito a nuestra hipotética presencia y hostil a nuestra existencia.
Pero este mundo maravilloso e inigualable desaparece poco a poco delante de nuestras narices por nuestra culpa. El manglar que viste hace unos años ya no está y en su lugar se levanta un hotel, los hielos de ese glaciar están ahora fundidos y el arrecife coralino es ya sólo piedra muerta que se desgasta bajo la erosión de las olas.
Si en nuestros viajes nos interesa un punto de vista más antropológico quizás visitemos pirámides mayas y ruinas anasazis o, evitando las bombas del hombre moderno, los zigurats de una civilización que una vez se asentó sobre uno de los valles más fértiles de entonces, pero que ahora es un desierto polvoriento. Puede que contemplemos los moais de Rapa Nui o los templos camboyanos comidos por los árboles y recapacitemos sobre la desaparición de las civilizaciones que no supieron administrar sus recursos ecológicos.
Nuestras comodidades cotidianas y superfluas, nuestro derroche, nuestra obsesión por reproducirnos y la avaricia infinita e insaciable de unos pocos que no están sometidos a leyes humanas, éticas o divinas se oponen a la conservación de un mundo que se nos escapa como arena entre los dedos delante de nuestros ojos. ¿Por qué hemos de luchar por su conservación? Hay muchas razones y todo tipo de justificaciones económicas, de supervivencia de la especie humana o simplemente morales para que intentemos conservar el único mundo del que disponemos: nuestra única casa en el Cosmos.
Podemos empezar por indignarnos y reclamar lo que es nuestro, lo que es de todos, de los que ahora están y de los que todavía están por llegar. Pero permítaseme dar otra razón más modesta y existencialista que se sume a todas esas razones indignadas.
Puede que este mismo documento se desvanezca en nube de electrones en estos tiempos de volatilidad reñidos con la permanencia del material sólido. Incluso llegará un día en que quizás los libros, tal y como los conocemos, desaparezcan y toda la cultura humana se desvanezca tras un apagón. Nada es para siempre.
Como los sueños de inmortalidad son una quimera, tarde o temprano todos nosotros ineludiblemente también desapareceremos. Dejaremos la existencia y nuestros recuerdos, emociones e ideas se desvanecerán para siempre. Algunos de ellos sobrevivirán, adulterados, durante un breve periodo de tiempo en la mente de nuestros hijos o nietos, pero no mucho más allá. Luego, el recuerdo de nuestra existencia será borrado de la mente de los hombres para toda la eternidad. Habrá otro mundo que no veremos, nos perderemos todo lo que suceda: los poemas y novelas aún por escribir, las músicas por componer, las películas por rodar, los logros de la ciencia, las aventuras de exploración humana y las nuevas muestras de la inabarcable mezquindad humana.
Este destino sólo nos puede angustiar mientras haya vida, porque después ya no tendremos mente que nos permita pensar, angustiarnos o echar de menos nada. Así que tenemos que buscar razones para no atribularnos mientras aún estamos vivos y dar significado a una vida que, per se, no tiene absolutamente ningún sentido.
Bajo esa perspectiva puede que nos tiente la idea de que después de nosotros da igual lo que pase, que no hace falta proteger las junglas donde anida la tornasolada ave del paraíso o los arrecifes adornados con los vívidos colores del pez ángel. Al fin y al cabo, ya no los podremos disfrutar. Pero esta idea está totalmente equivocada.
Si no conservamos el mundo y el ser humano sobrevive (cosa harto improbable bajo esa premisa), los supervivientes vivirán en un mundo triste, feo y artificial. Un remedo grotesco de lo que fue, un mundo pobre en todos los sentidos que a nosotros nos es totalmente ajeno e inhumano. Llena de congoja saber que todo lo que hemos querido y admirado ya no exista cuando nos hayamos ido.
Si conservamos el mundo natural tal y como fue concebido, habrá otros hombres con sus problemas, angustias, debilidades y grandezas. Hombres que sentirán como nosotros sentimos ahora, seres que se sobrecojan por un cielo estrellado, admiren el grácil vuelo de una mariposa monarca, crean viajar al Jurásico en la niebla de un bosque de secoyas de costa o se maravillen con la puesta de huevos de una tortuga en una playa centroamericana. Sentirán lo mismo que sentimos nosotros y, de algún modo, nuestros sentimientos y vivencias resucitarán por un instante, no se perderán. Entonces, de alguna manera remota e inexplicable, viviremos una vez más a través de las mentes y cuerpos de otros hombres. Quizás esos hombres hayan alcanzado más sabiduría que nosotros y ya no luchen entre ellos o contra el planeta que los acoge. Todos sus logros y la materialización del sueño de alcanzar las estrellas se lo deberán a las generaciones que hubo antes y a todos esos que creyeron que las cosas se podían hacer de otra manera.
Conservar la Naturaleza es conservar de algún modo nuestra vana presencia más allá de la muerte. Podemos pasar al otro lado de la existencia, a la nada, sabiendo que todo lo que hemos admirado y amado todavía seguirá en este mundo y sentirnos reconfortados por ello y por haber contribuido a su conservación.

Foto: NeoFronteras.